Lema de P. Arturo

"Amar y hacer amar a Jesús, a la Iglesia, al Papa y a las almas, con María, por María y en María"

jueves, 15 de enero de 2015

EDUCACIÓN EN LA FE - 5TO BACHILLERATO 2015

PRIMERA SÍNTESIS (20 PUNTOS)

TRABAJO ESCRITO SOBRE EL LIBRO "LA HUMILDAD" DE P. ARTURO D'ONOFRIO

Leer el libro y elaborar un trabajo escrito a mano que contenga:

-Carátula o portada
-Introducción
-Resumen y comentario personal de cada capítulo o parte
-Conclusiones


 




ÍNDICE

Presentación……………………………………………………………….…………….         pág. 5

1. La humildad, fundamento
de todas las demás virtudes………………………………………………….………          pág. 7

2. Definición de humildad……………………………………………………………….           pág. 9

3. Necesidad de esta virtud……………………………………………………………..            pág. 12






La Humildad
(P. Arturo D’Onofrio, LER Editrice, Marigliano, Nápoles, octubre 2013)
(Traducción: P. Carlos Cabrera, Guatemala, octubre 2014)

PRESENTACIÓN

La verdadera grandeza, que nos ha testimoniado Jesús por medio de su Encarnación, ha sido la de su abajamiento a nuestra condición humana, su acercarse a nosotros hasta ser “en todo semejante a nosotros menos en el pecado” (Heb 4, 15). Es su verdadera HUMILDAD la que le ha permitido ir hacia los demás como dice el Apóstol Pablo en la carta a los Filipenses; él escribe que Jesús no se ha conformado con hacer suya nuestra naturaleza humana, sino que como un acto extremo, “se humilló a sí mismo haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 8).

La verdadera omnipotencia de Dios hecho hombre, de Jesús, ¡no la debemos buscar en la capacidad de hacer grandes milagros! Él que ha hecho de la nada todas las cosas, usa los milagros para caracterizar, para iluminar la mente de quienes están predispuestos a la fe. Multiplicar panes y peces para saciar el hambre de miles de personas, se convierte en la base para hablar del Pan vivo bajado del cielo. Del mismo modo Él da la vista al ciego de nacimiento para mostrar que Él es la luz verdadera, que ha venido a vencer las tinieblas, capaz de hacer hijos de Dios a cuantos la acogen. Y de igual manera el milagro de la Resurrección de Lázaro, se convierte en la oportunidad para la catequesis de la vid verdadera; Él no solamente da la vida sino que es la Vida misma. Sin duda su grandeza debe buscarse más allá de la capacidad de hacer milagros, Él ha demostrado su Amor dando la vida, humillándose, abajándose. La grandeza de Jesús en definitiva aparece en su plenitud precisamente en la HUMILDAD. El Dios hecho hombre soporta que le escupan en la cara, que se burlen de él; Él como una oveja muda, se deja conducir al matadero. Muere en la cruz como un malhechor y entre los malhechores. Y esta se convierte en su principal catequesis: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29), “Ustedes me dicen Señor lo y Maestro, y lo dicen bien pues lo soy, ahora bien, yo les he lavado los pies para que también ustedes hagan lo mismo” (Jn 13, 13.15).

En estas circunstancias, considero que la primera característica o virtud que se debe encontrar en la vida de una persona que debe ser elevada a los honores de los altares ¡es precisamente la humildad!

Ahora bien esta virtud era muy evidente en la vida de P. Arturo; él ha sido sin duda una persona humilde, simple, capaz de ser cercano, de hacerse pequeño con los pequeños. Pero la verdadera humildad no nace espontáneamente en el corazón del hombre, sabemos muy bien cómo la naturaleza nos obliga a sobreponernos a los demás, a auto-ensalzarnos; más bien la soberbia y el orgullo brotan espontaneas en el corazón del hombre.

Por esto P. Arturo ha debido luchar consigo mismo, como todos los santos, para poder ser como era, para modelar la propia naturaleza al Modelo de Jesús. Sus diarios de hecho son el signo de este gran trabajo sobre sí mismo: una continua lucha contra la soberbia y el orgullo para imitar a su Maestro en la humildad. Papa Benedicto XVI citando a Chesterton en una homilía suya (1 noviembre 2007) escribía que “El santo se reconoce porque se sabe pecador”. 

Ahora bien, hoy podemos decir que de aquellos diarios de P. Arturo resulta clara la imagen de un hombre que está en un continuo examen personal de conciencia para convertirse de los propios pecados. Tema de su examen particular, al cual tanto nos invitaba, era precisamente trabajar en esta virtud, así hasta ser Santo y demostrar entonces su amor al Amigo Jesús.

P. Arturo sabía bien que Dios le había dado dones extraordinarios y los superiores lo han entendido enseguida dándole entonces tantas responsabilidades desde los primeros años del seminario, pero esto él lo sentía como un peligro y de eso era bien consciente. Peligro de atribuirse a sí mismo el don de Dios, peligro de creerse mejor o capaz. Leyendo los diarios, en alguna ocasión de reprensión o de observaciones recibidas por el superior o por el Obispo, encuentro que va a su diario y escribe: “¡Menos mal que he sido reprendido! ¡Esto me hace bien! ¡Tengo la necesidad de aprender a ser más humilde!”

Cuando a lo largo de su vida tantos señalaban las grandes obras que había realizado como “fruto” de su trabajo, de su esfuerzo, él se hacía pequeño, se sonrojaba y enseguida indicando al cielo decía: “¡No, no! No es obra nuestra, ¡es del Señor! Ha sido la Mamita del cielo la que hizo todo esto”.

He aquí por qué he pensado ofrecer a los amigos y a cuantos lo quieran conocer más, estas bellas páginas. Se trata de un cuadernillo, probablemente de la época de Tortona cuando le era posible escribir, las predicaciones o conferencias que debía dictar, este escrito suyo tomado del cuaderno 53 (Manuscritos p. 53).

Es una ocasión para sentirlo cerca, para que nos ayude también en nuestro caminar luchando contra la soberbia y luego buscando aprender a ser más humildes, como lo ha sido el suyo y nuestro Maestro, Amigo y Hermano Jesús.

También este librito entra en aquel grupo de escritos que ofrecemos en camino del Año Arturiano que nos llevará a celebrar el centenario del nacimiento de Padre Arturo.
P. Vito Terrin

1. LA HUMILDAD, FUNDAMENTO
DE TODAS LAS DEMÁS VIRTUDES

Como todas las flores en su variedad y en su esplendor tienen cada una su belleza particular, así también en la escala de las virtudes, que son el ornamento y el esplendor del cristiano, cada una tiene una particular belleza, pero en la base de todas las demás hay una que las contiene en su raíz a todas y es justamente llamada el fundamento de las otras virtudes. Es como la humilde flor del pensamiento, que, siendo la primera en florecer, preanuncia la primavera. Y así como la primavera es la estación de las flores, podemos concluir que ella contiene en su raíz a todas las otras flores que abren sus pétalos a los cálidos rayos del sol primaveral. Esta virtud es la humildad. Era desconocida entre los antiguos paganos. Incluso entre el pueblo elegido se le ignoraba. Sabemos de hecho con cuanta soberbia y vanidad, con cuánto orgullo actuaban los doctores de la Ley y los fariseos. Ellos estaban hinchados de sí mismos: se estimaban superiores a los demás.

Entre los filósofos griegos y romanos era estimada como un defecto, disminución de la propia personalidad. He aquí porqué buscamos en vano en los escritos de los grandes genios de la antigüedad algunas líneas sobre esta virtud. Sólo algunas voces aquí y allá. Por ejemplo, escondida ante la presuntuosidad y la soberbia de tantos que, por ser ricos, se creían dueños del mundo y pensaban hacer pesar su autoridad ante los falsos sabios y genios, tenemos la imagen justa y digna y al mismo tiempo profunda y verdadera de Sócrates: “Sólo sé, que nada sé”.

Nuestro Señor Jesucristo fue el primero en tener sobre la tierra esta virtud. Él que se había hecho infinitamente humilde y pobre, dice a sus discípulos: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29). Este gran Transformador y Reformador de la sociedad a los soberbios que andaban hinchados de sus riquezas, de la altivez, del amor a la vanidad y al refinamiento, a aquellos que en una palabra se idolatraban a sí mismos, opone una nueva doctrina que se resumía en las divinas palabras que son para la humanidad un códice en el cual inspirarse constantemente: “Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mt 5,3).

A los fariseos, escribas y doctores de la ley que se habían atrincherado en un degradante formalismo, mirando a los demás con orgullo y desprecio, considerándose los únicos sabios, puros, dignos de respeto, el Señor les da continuamente lecciones de humildad. Ellos son ciegos que guían a otros ciegos, en su soberbia se consideraban inmunes de toda culpa, tildando a todos los demás de pecadores y gente inmunda, y el Señor los estigmatiza con la parábola del publicano y el fariseo. Desmontaba su soberbia afirmando que, mientras el publicano, que por humildad no se atrevía a avanzar, sino que escondido en el fondo del templo se golpea el pecho y pide misericordia por sus pecados, resulta justificado; al contrario el fariseo que en su ilimitada soberbia se había ubicado en los primeros puestos, que se declaraba una persona justa, que no era como los demás y ni como aquél publicano pecador y usurero, que, él sí, pagaba los diezmos, salió aún más cargado de pecados (Cfr. Lc 18, 9-14).
A los mismos fariseos que luchaban por las inútiles cuestiones de privilegios y que en la mesa cuando los invitaban buscaban siempre los primeros puestos, Él encontrándose en la casa de un rico fariseo, después de la curación, obrada un sábado, de un pobre hidrópico, con paciencia y dulzura inculca la obligación de no buscar nunca los primeros puestos, sino los últimos: “Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: ‘Déjale el sitio’, y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que cuando llegue el que te invitó, te diga: ‘Amigo, acércate más’, y así quedarás bien delante de todos los invitados. Porque todo el que se ensalza será humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14, 8-11). No contento con habernos dado estas sabias y preciosas advertencias, Jesús un día tomó a un niño y poniéndolo en medio de los Apóstoles les dice: “En verdad les digo: si no se convierten y no llegan a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3). Todos estos insistentes reclamos hacia la humildad demuestran elocuentemente la fundamental importancia que tiene esta virtud en la vida del cristiano. En una época en la cual los hombres buscaban por todos los medios llegar al dominio, en la cual existían grandes distancias sociales, y todos se miraban con recelo los unos a los otros, tiempos en los cuales los esclavos eran considerados por los patrones y los ricos como objetos, casi sin alma y sin ningún derecho, Jesús pone sobre la tierra, anuncia en Palestina y proclama en todo el mundo la evangélica palabra de caridad fraterna, de amor mutuo de humildad. Es esta la señal escogida por el gran nivel social que ha roto las barreras, que por el orgullo y la soberbia eran temidas como insuperables, con la virtud de la humildad. Jesús lanzó el fundamento, la base de la nueva civilización cristiana, en la cual todos los hombres puestos en un plano común ante Dios se deben amar como hermanos.
Veamos entonces:
1) ¿Qué es la humildad?
2) Necesidad de esta virtud.
3) Medios para adquirirla.

2. DEFINICIÓN DE HUMILDAD

¿Qué es la humildad? ¿En qué consiste?
He aquí, hermanos, la pregunta que nosotros casi automáticamente nos hacemos. Por el “Águila de las escuelas”, por el doctor Angélico, fue definida así la humildad: “Es una virtud que templa y refrena el ánimo de modo que no tienda a cosas altas o no desee llegar a lo que no puede”. Para comprender bien esta profunda definición de Santo Tomás se debe tener presente una verdad de patrimonio común. El hombre casi insensiblemente es llevado a creerse grande, más de lo que en realidad es, a estimarse más allá de la justa medida, a atribuirse a sí mismo algún raro suceso que se pueda registrar en la vida, a desear en conformidad este extraño modo de pensar, de ser conocidos por los otros, amados, estimados, respetados. Ahora todo esto va contra la verdad, crea una falsa posición, se requiere entonces, de un freno que modere estas aspiraciones del apetito concupiscente y restablezca el orden y el equilibrio entre la realidad de la vida y lo que nuestra soberbia, amor propio y ambición nos quisiera hacer ser, o mejor, aparecer. Este freno está constituido por la virtud de la humildad. Bajo este punto de vista se entiende también por qué Santa Teresa de Ávila pudo decir que "la humildad es la verdad". De hecho ésta siendo la aliada más fiel de la verdad trata de regresar nuestra vida al ámbito de la verdad de la que el orgullo y la soberbia la habían hecho alejar. Es verdad reconocerse digno de desprecio, de ninguna consideración, de no tener nada y no poder nada solo con nuestras fuerzas. Entonces si se nos estima dignos de desprecio, no se extraña cuando se es despreciado por los demás, sino que por el contrario encuentra altamente justo que el despreciable sea despreciado. La humildad es el candor de un alma recta, la cual no quiere nada más que la verdad, y la quiere y la ama también cuando la verdad la humilla y la confunde. Ella procede del íntimo y profundísimo conocimiento de sí mismo. Sólo los superficiales, aquellos que jamás se han dedicado al conocimiento de sí mismos, pueden engañarse a sí mismos y a los otros con creer hacerse creer superiores a lo que realmente son. Es muy bien conocida la regla de sabiduría de los antiguos griegos y romanos los cuales siempre repetían: "conócete a ti mismo". Si de hecho nos conociéramos más íntimamente, no nos encontraríamos fuera de lugar; es difícil o contra natura esta virtud, pero aun así la estimaremos como lo más natural del mundo. De hecho encontraremos llenas de verdad las palabras de San Pablo: " ¿Quién entonces te da este privilegio? ¿Qué posees que no hayas recibido?  Y si lo has recibido, ¿por qué te jactas  como si no lo hubieras recibido?" (1Cor 4,7).

Tarea propia de la humildad es ponernos en nuestro sitio, reducirnos a considerar nuestro ser y a establecer las relaciones de estrecha y necesaria dependencia de Dios en todo lo que el hombre tiene, puede y quiere.

Así entendida la humildad, es decir, la humildad como verdad, no es un menosprecio del propio ser, no es un engaño de sí mismo, un renegar de todo lo bueno que cada uno tiene, sino que es un reconocer en nosotros, que todo lo que tenemos es un don gratuito de Dios, de los cuales Él nos ha hecho administradores y a Él debemos rendirle estrechas cuentas. Sería una ingratitud no reconocer los dones de Dios en nosotros, he aquí por qué el hombre humilde es también agradecido porque sabe reconocer y devolver en la medida de lo posible todo lo que ha recibido. He aquí por qué San Agustín decía: “Todo lo que tengo o poseo, todo me viene, oh Señor, de tu misericordia”.


 
3. NECESIDAD DE ESTA VIRTUD

Nosotros mismos no somos nada.

Si recordamos nuestro origen enseguida debemos humillarnos reconociendo que este origen se pierde en la nada, de hecho hemos sido traídos a la existencia de la nada. ¿Qué es pues más íntima y propiamente nuestro, del ser, de la existencia? Ahora bien, mientras Dios, Esencia infinita, a Moisés, quien le pedía su Nombre, le ha podido responder: “Yo Soy El que Soy” (Ex 3, 14) o Yahvéh. “El que es”, es decir el que fue, el que es y el que siempre será, el mismo ser. Nosotros en cambio a quien nos pregunte quiénes somos, debemos responder con toda verdad: “Yo soy lo que no soy, es decir, una nada”. De hecho ¿por mí mismo qué soy? ¡Nada! Era nada y permanezco nada. ¿El ser? Lo tengo de Dios. Solo porque en su bondad infinita, desde la eternidad se dignó posar sus ojos misericordiosos sobre mí, en cuanto que ha sido definida la hora por Él señalada, me ha puesto en el mundo. ¿Pero por virtud de quién? ¿Quizá con mi consentimiento? Sin ninguna obra mía, sino por obra directa de Dios. Mis padres, es verdad, obedeciendo a la voluntad de Dios, disponían la cosa y la materia para la fabricación de esta nueva creaturita pero fue Él quien nos dio un soplo omnipotente creador, para sacarme de la nada en la cual yacía. Él creó e infundió directamente en el cuerpo mi alma, sin la cual no habría jamás podido llegar a la existencia. Solo ahora comprendo cómo las expresiones que a menudo encontramos en los labios de los Santos que tantas veces estamos tentados en llamar pías exageraciones, no son más que una perfecta y evidente verdad. Ellos se estimaban como menos que un gusano de la tierra, menos que un átomo: una nada. Y de hecho ¿no seremos nada? El átomo, el gusanito que estira sobre la tierra al menos tienen el ser, pero nosotros, sin Dios, no tendremos nada. ¡Al menos ahora que he sido traído de la nada con la creación soy algo! ¡Pobre ilusión! También hoy, después de la creación, no somos nada.

De hecho por sí sola no basta la creación, porque después de que hemos venido a la existencia, si Dios en su omnipotencia no nos asistiese y mantuviese con vida, si no continuase su influjo sobre nosotros, tenderemos a la nada, no podremos continuar viviendo ni siquiera por un instante, bajo este vivo aspecto es profundamente verdad cuanto la filosofía nos enseña que “el permanecer en la existencia es una continua creación”. Como suenan amonestadoras las palabras de San Pablo: “Si de hecho uno piensa ser algo, mientras no es nada, se engaña a sí mismo” (Gal 6, 3). Es entonces una mentira considerarse y hacerse creer cualquier cosa, o complacerse de cualquier cosa. No somos nada, porque nuestra existencia, nuestro ser, nuestra vida está ligada a un tenue hilo, basta una pequeña ráfaga de viento, una sola lágrima, un pequeño corte, unas tijeras y el hilo se rompe, la espada de Dámocles vuela sobre nuestra cabeza, nuestra vida se apaga a la vez que termina la escena de este mundo. Mientras entonces nosotros no somos más que una mudable participación del ser, dado a nosotros por Dios sin nuestra opinión ni consenso, Dios, fuente de vida y del ser por esencia nos dice: “Yo soy solo el Ser, todo el Ser, porque sólo yo lo poseo con plenitud”.
Es soberbia estimarnos algo, cuando en verdad, en realidad no somos nada, porque todo lo que tenemos lo recibimos únicamente de Dios. No somos los dueños ni siquiera de un segundo, tampoco los más poderosos y sabios con sus riquezas, con su ciencia, con sus medios por más poderosos que sean no pueden prolongar ni un segundo su existencia, ni llamar a la existencia entre las infinitas posibilidades a una criatura. Este poder Dios lo ha reservado solo para sí. 

Es sabio por el contrario reconocerse una nada, disminuirse ante Dios, porque este reconocimiento de nuestra nada nos acerca al amor y la benevolencia de Dios, y al mismo tiempo es una sabia glorificación de Dios: "Jesucristo dijo un día a una fiel sierva suya: 'Hija mía, yo soy El que es, y tú eres lo que no es'".

Cómo es útil despojarnos de nosotros mismos, de aquella vacía y artificial construcción que hemos hecho en torno a nuestro yo, luego llegamos en nuestra ignorancia y soberbia a creernos algo, y a pedirle a Dios para que llene Él de sí este vacío, esta nada, como dice San Agustín: "Humillarse para vaciarse, para ser llenado por el Señor". Convencidos de nuestra nada Repitamos llenos de fe a Dios junto a Job: " ¿No eres acaso Tú solo oh Dios a existir? Y fuera de Ti todo es nada". ¡No tenemos algún bien del cual  podamos gloriarnos!". 

Estamos convencidos de que no somos nada, sin embargo poseemos grandes cosas. Sin hablar de la gracia que es una reproducción del todo mediante nuestras fuerzas de la naturaleza divina en nosotros, naturalmente considerado, el hombre, posee inestimables tesoros.

El cuerpo con todas las facultades sensitivas, por las que siente, habla, escucha, camina, trabaja, con la gama de sus cinco sentidos. El alma con sus facultades intelectuales: el hombre no solo tiene en común con los seres vivientes la existencia, ni sólo con las plantas el vivir o con los animales el sentir, sino que tiene otras nobilísimas facultades que hacen al hombre el "amo de la creación" un "microcosmos", el hombre tiene en común con los ángeles la inteligencia por la cual conoce, aprende, percibe intelectualmente la naturaleza de las cosas y a la vez quiere libremente. No ha sido determinado desde el inicio, sino que todo lo que hace lo cumple libremente: intelecto y voluntad parientes de la libertad, éstas son pues las facultades, las dotes que hacen del hombre una imagen de Dios "Hagamos al hombre a nuestra imagen, según nuestra semejanza"  (Gn 1, 26). No solo el hombre ha tenido también el dominio sobre la naturaleza creada por la cual posee riquezas alcanzadas con el sudor de su frente y con el trabajo de sus manos, fruto de su fuerza, energía e inteligencia.

Ahora, ¿todo este tesoro puede decirse que es de nuestra propiedad? ¿Puede el hombre considerarse su dueño? El soberbio, barriendo e invirtiendo el valor real de las cosas insensatamente se cree el único amo y señor y se pavonea. Estima suyo aquel cuerpo que se presume de sana belleza, y de hermosura, y entonces se cree libre de usarlo como quiere, de revolcarlo en el fango, haciéndolo servir a la satisfacción de sus caprichos y sus malsanas y bajas pasiones. Cree de su propiedad aquella alma, creada directamente por Dios e infundida en el cuerpo, con todas sus admirables dotes de mente y de corazón. 

Y he aquí que hace estragos, obligándola a hacer de cómplice en la malversación de los sagrados derechos de Dios y de la sociedad, así como de la naturaleza. Pone la inteligencia al servicio de sus pasiones y se sirve de la voluntad únicamente para satisfacer sus bajos instintos, esclavizando por esto el alma al cuerpo. 

Ahora, todo esto no es sino un abuso que se hace de la propiedad de otros.

Similar a aquel agricultor al que se le ha confiado o prestado un campo rustico con una viña, la arranca y la reduce a un campo de tenis o de fútbol, es cierto que el patrón no es él y eso de convertirlo a un uso para el cual no lo ha destinado el patrón, es un acto de violación al derecho de propiedad; que amerita un razonable castigo.

De hecho, el hombre no es dueño ni del alma ni del cuerpo con sus respectivas facultades, es simplemente un administrador de lo que Dios es el único propietario. En el acto de crearla y de confiarla al hombre, Dios no ha tenido la intención de cederle sus derechos de propiedad, sino únicamente confiarle su uso, reservándose después el retribuirle o castigarle según el buen o mal empleo que le hubiera dado. Entonces el hombre nada tiene o posee que sea de su legítima propiedad. He aquí por qué justamente el gran Apóstol de los gentiles San Pablo podía así inferir a los Corintios: "¿Quién te da entonces este privilegio? ¿Qué posees que no lo hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te vanaglorias como si no lo hubieras recibido?"  (1Cor 4, 7). Por otra parte, Dios ha dicho por boca de Isaías: "No cederé a otros mi gloria"  (Is 48, 11). No cederé mi gloria a nadie. Entonces todo cuanto ha creado debe servir únicamente a su gloria.

Dios ha creado cada cosa para su propia gloria. Es su exclusiva propiedad y no quiere cederla a otros. Por ende hacer mal uso de todos estos bienes repartidos a la gloria de la criatura, es ir directamente contra su designio, un abusar de sus dones, un retorcerse contra él, es un pagar con la horrible ingratitud y extrema insolencia sus beneficios.

Pensemos que aquel ultraje lo infringimos a Dios cada vez que nos gloriamos de sus bienes, y atribuimos la gloria que únicamente debe redundar en Dios. Uno se gloría de su belleza, el otro de su fuerza, otro de su inteligencia, otro de su bondad de corazón, otro de sus dotes y cualidades físicas. 

Todo esto es robarle a Dios la gloria que rigurosamente le pertenece. Nos gloriamos de lo que no es nuestro, como el muchacho que se gloria de una casa que no es suya, o aquella jovencita del vestido o del reloj que le han prestado. Ceguera de las cegueras. 

No poseemos nada por nosotros mismos. Jesús un día pronunció una frase que debería ser el tema cotidiano de nuestras meditaciones: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Toda rama que en mí no da fruto, la corta, y toda rama que da fruto, la poda para que dé más. Ustedes ya están puros a causa de la palabra que les he anunciado. Permanezcan en mí y yo en ustedes. Como la rama no puede dar frutos por sí misma si no está unida a la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí. Yo soy la vid, ustedes son los sarmientos. Quien permanece unido a mí y yo en él, da mucho fruto, porque sin mí nada pueden hacer"  (Jn 15, 1-5). A aquel pasaje, comenta San Agustín: "Ya sea poco, ya sea mucho, no se puede hacer sin él, porque sin él  no se puede hacer nada"  (Homilía 81).

Estas palabras son profundamente verdaderas no sólo en el orden sobrenatural sino también en lo natural.

En el orden natural el hombre aunque esté en posesión del cuerpo y del alma y las facultades relativas, no puede mover un dedo sin la ayuda de Dios. El hombre tiene con el alma y el cuerpo el principio remoto de todas sus acciones mientras que con las facultades intelectuales y volitivas, y comprendidas las sensitivas tiene el principio próximo, en todo tiene "la capacidad de actuar", y en potencia de cumplir determinadas acciones, pero no es capaz, no puede sólo con sus propias fuerzas hacer aunque sea una mínima acción, no puede pasar de la potencia al acto tomándonos por esto una moción de una fuerza que sea ya un acto, y esta debe venirnos de Dios. Es por esto que la filosofía admite en las acciones humanas, aunque sea la más insignificante, el consenso divino, simultáneo, concomitante, físico.

Si Dios entonces no nos mueve así, no nos sostiene, no concurre con nosotros volviéndose continuamente el principio de nuestras acciones, nuestra impotencia es completa como la de un cuerpo muerto. Como dice el adagio latino: "Dios es todo lo que podemos", mientras son por otra parte muy significativas las palabras de San Pablo: "En Él vivimos, nos movemos y existimos"  (Hch 17, 28). Sin Dios, sin su activa ayuda no podemos mover una mano, ni pronunciar una palabra, ni dar un paso, ni movernos, ni pensar, ni cumplir las funciones vitales aunque sean las más banales. En cada acción, aún la más mínima, tenemos absoluta necesidad de Dios, el cual concurre con nosotros en estas acciones. Por eso se deduce cuán gran responsabilidad y culpabilidad tiene el hombre que induce a Dios a cooperar material y físicamente en alguna acción mala a la cual por su naturaleza malvada está inclinado. ¡Se sirve de la ayuda del mismo Dios para hacerle una herida a su corazón! Terrible efecto de la más negra ingratitud humana. ¡Esto en el orden natural! Mucho más será en el orden sobrenatural que supera infinitamente las exigencias de la naturaleza humana. En esta gratuita construcción de Dios en el alma, el hombre sin su ayuda no puede nada, absolutamente nada. La misma justificación y adopción a hijo de Dios es una gracia “gratis data” ("dada gratis"), a la que se agregan otras gracias infinitas actuales. Sin ellas el hombre no pudiera ni siquiera pronunciar el nombre de Jesús o del Padre Celestial meritoriamente, como bien lo afirma San Pablo: "Nadie puede decir: ¡‘Jesús es Señor’!, si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1Cor 12, 3). De hecho, la gracia habitual o santificante es un don gratuito, pero no es un principio innato de operaciones sobrenaturales, principio próximo son las virtudes infundidas con los relativos dones del Espíritu Santo. Pero estas facultades sobrenaturales no podrán jamás pasar a cumplir una acción sobrenaturalmente meritoria sin una nueva moción sobrenatural que es llamada gracia actual, de modo que el hombre por sí solo no puede ni siquiera decir la más breve palabra, ni cumplir el más mínimo deseo o el más mínimo querer que tenga importancia para el cielo, ni hacer el más pequeño de todos los movimientos como lo afirma justamente San Pablo: “no porque podamos atribuirnos algo que venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios” (2Cor 3,5).

No podemos ni siquiera atribuir la cooperación a la gracia, porque esta misma cooperación es de por sí una gracia, ni podemos creer nuestro el conocimiento de esta verdad de que no podemos nada, porque tal conocimiento es una de las más grandes gracias que Dios nos pueda dar. Finalmente, agrega Santo Tomás, somos así incapaces de todo bien que Dios tuvo que comprar con el precio de su sangre, también el mínimo pensamiento de hacer lo correcto, el calor de la mínima oración, el mínimo movimiento del corazón hacia  adquisición de la eterna salud. ¿Y después podemos aun sentirnos orgullosos? ¿No nos humillamos reconociendo que todo lo que en el orden natural y sobrenatural podemos hacer o realmente hacemos es obra de Dios? 

“Porque todo viene de él, ha sido por él, y es para él” (Rom 11, 36).

Luego de las prudentes consideraciones resulta espontáneo y natural concluir que nosotros por nosotros mismos no tenemos ningún valor, no valemos nada. De hecho si no somos nada, si no poseemos nada, si no tenemos nada propiamente nuestro es necesario concluir que no valemos nada. Todo lo que de bueno, bello, y valioso hay en nosotros, no es nuestro, es obra de Dios. Nuestro único patrimonio es el pecado, las faltas, las deficiencias de orden moral, esto es nuestro, y esto nos pone en nuestra relación con Dios por debajo de los ángeles o de los seres inanimados, porque mientras éstos, dotados de instinto o por su sola naturaleza dan gloria a Dios respondiendo a los fines por los cuales fueron creados, solo el hombre alejándose a sí mismo y a sus facultades de los legítimos fines de Dios a ellos asignados no hace más que degradarse y ponerse por debajo de estos seres inanimados. ¡Así es el hombre! Un cúmulo de miserias y de pecados que han atraído sobre sí la ira de la justicia vengadora de Dios. Solo basta un pecado mortal para merecernos el infierno, ¿y si después multiplicamos estos pecados mortales? ¡Es verdad que nos confesamos! ¿Pero habremos hecho una buena confesión? ¿Estamos realmente arrepentidos de nuestro pecado? ¿Sabemos si verdaderamente Dios nos ha perdonado? Era por esto que Dios decía en el Qohelet : “los justos y los sabios y sus fatigas están en las manos de Dios” (Ecl 9,1). 

Y después, pensemos un poco si uno beneficiado tiene vergüenza de presentarse ante el propio benefactor, ante él después de tantos beneficios recibidos, maltratado, ultrajado, calumniado, tratado mal, sin ninguna consideración, qué debía decir el hombre respecto a Dios. El único verdadero gran benefactor del hombre es Dios, de quien el hombre todo recibe. Ahora con el pecado, ¿Qué es lo que ha hecho el hombre? Ha renovado la pasión y la muerte de Jesús: “crucifican al Hijo de Dios” (Heb 6, 6), como dice San Pablo: “adorando las creaturas antes que al creador” (Rom 1,16-17.21-25). Es un revelarse ante Dios o un convertirse, un volverse hacia las creaturas, es un alejarse del fin para el cual hemos venido a la existencia. Ahora, todo esto amerita una pena infinita, el infierno. Ingratos nosotros liberados y redimidos con la sangre de un Dios no lo tenemos para nada en cuenta  y con nuevas culpas lo hemos hecho casi inútil. Aún si estuviéramos seguros de haber sido perdonados, entonces no seremos más que unos escapados del infierno, de los tizones del infierno, desgarrados del fuego, unos indultados de las galeras eternas, dignos de estar para siempre bajo los pies de los demonios, el objeto de sus insultos y de sus más atroces desprecios.  Y aunque no cayéramos en culpas grandes ¿podríamos acaso ensoberbecernos?

¡Oh! ¡Cómo somos de débiles y miserables! Basta un ligero tirón, una ligera brisa para hacernos caer e ir a la ruina. San Pablo nos advierte justamente que llevamos un tesoro de inestimable valor en vasijas muy débiles y frágiles (Cfr, 2Cro 4, 7), donde todavía se repite, inculcándonos la obligación de permanecer humildes y vigilantes: “quien se cree estar de pie, cuídese de no caer” (1Cor 10. 12).

Miserables como somos no hay un momento en la vida en el cual no podamos pecar y perder lo que con tanto “sudor” hemos conquistado. Basta un pensamiento de soberbia como fue suficiente para los ángeles rebeldes para ser eternamente condenado, una murmuración, una impureza, una mirada, un mal pensamiento, como nos advierte Jesucristo, para que caigamos en el pecado: basta un momento de libertad, de falta de control, un momento en el cual el corazón es débil, abandonado apenas a sí mismo. Nosotros llevamos dentro de nosotros un enemigo temible y terrible: la carne y los deseos carnales, la voluptousidad latente y no extinguida. ¿Cuántos más fuertes, más santos que nosotros, lamentablemente han caído? También si hubiéramos, como los Apóstoles, abandonado todo, siguiendo al Maestro, evangelizando a los pueblos, haciendo milagros, seremos como el infame Judas, que ha hecho todo esto. 

¿Podríamos quizás alegrarnos y gloriarnos de las gracias recibidas? Los ángeles recibieron más que nosotros y sin embargo cayeron. Para caer en el abismo infernal no es necesario haber cometido una larga serie de culpas, basta solo no haber hecho el bien que se debía hacer, no haber puesto a producir el propio talento, el haber sido un siervo inútil: “y al siervo inútil échenlo fuera a las tinieblas a las tinieblas; allí será el llanto y el rechinar de dientes” (Mt 25, 30).

Después de todo esto ¿continuaremos estimándonos más de lo que realmente somos? ¿Continuaremos ensoberbeciéndonos? ¿No nos humillaremos profundamente reconociendo que todo lo que tenemos y poseemos nos viene de Dios y que nuestras no son más que las miserias y el pecado?

Cómo es necesario por tanto humillarnos y hundirnos profundamente en nuestra nada.
Dios odia a los soberbios, en cambio, ama a los humildes.

Dios resiste a los soberbios, mientras concede la gracia y la fortaleza a los humildes. Ya lo decía San Pablo: “porque nadie puede alardearse ante Dios” (1Cor 1, 29). Ningún viviente debe gloriarse en presencia de Dios, y esto en referencia a la invitación y a la advertencia de Isaías: “Ay de aquellos que se creen sabios y se precian de ser inteligentes” (Is 5, 21).

Ante Dios es más grande el pecador que reconociendo su pecado se humilla en lugar del que se estima justo.

Dios que “escruta en su sabiduría” las intenciones del corazón, conoce perfectamente la miseria y la nada del hombre. Y si para un príncipe es una gran injusticia saber que un siervo suyo sacado por él de la calle y beneficiado, va pretendiendo ser un hombre grande, cuando el príncipe conoce bien su origen, para Dios en cambio es aún más injurioso saber que el hombre por él dotado y enriquecido de todo, se pueda estimar no solo cualquier cosa, sino que llega hasta tal punto de creerse y estimarse más que Dios, ofendiéndolo y rebelándose contra Él. Pobre hombre lleno de sí y de sus fuerzas que no son suyas en absoluto, se cree sabio y confía en sí mismo. ¡Oh! Cómo se oye de severa y justa al mismo tiempo la maldición lanzada por Dios contra tontos similares: “Maldito el hombre que confía en el hombre” (Jr 17, 5). Porque ante Dios quien se desprecia a sí mismo, agrada a Dios y quien se complace a sí mismo, desprecia a Dios.

Cuando de hecho el Rey de Asiria se estima por haber sido instrumento de las venganzas divinas contra Jerusalén, el Señor le mandará decir por medio del profeta: “Esto lo conseguí con la fuerza de mi brazo y con mi capacidad, pues soy inteligente; he hecho retroceder las fronteras de los pueblos y me he apoderado de sus tesoros. Yo como soberano hice bajar de su trono a sus reyes. ¿Acaso el hacha se cree más que el leñador, o la sierra, más que el aserrador? ¡Como si el bastón mandara a quien lo usa o el palo moviera al que no es de madera!                                                
         
Por eso, el Señor de los ejércitos enviará a sus hombres forzudos la debilidad y prenderá fuego a su lujo como se enciende la leña” (Is 10, 13.15-16).

Toda la Escritura es una herejía continua para quien se gloría. El humilde en cambio atrae hacia sí las bendiciones, las complacencias, el amor y la benevolencia de Dios. El humilde se roba el corazón de Dios, la oración de aquel que se humilla sube de la tierra al cielo, penetra las nubes y llega al trono de Dios. De hecho el hombre humilde es aceptado por Dios y por los hombres.

Si María Santísima mereció ser Madre de Dios lo fue por su humildad. Se mostró satisfecho por su virginidad, solo por su grandísima humildad mereció concebir en su seno purísimo al Hijo de Dios. 

Y después de María todos los santos han llegado a tal grado de perfección y de santidad únicamente por la humildad, la cual es la constante y el fundamento de todas las demás virtudes. Como dice San Gregorio: “quien reúne todas las virtudes menos la humildad, es como quien lleva polvo contra el viento”. El humilde que busca siempre el último puesto como lo advierte Jesús en el Evangelio. Quien tiene baja estima de sí, de su fuerza, que no busca honores, estima, que no va detrás de las preocupaciones humanas, que lo hace todo considerándose el último de todos, estimando a los demás superiores a sí mismo, obtiene la estima y la benevolencia de los hombres. Todos lo amarán y lo estimarán y mientras que él se abaje, será exaltado. Cómo entonces tenía razón San Agustín cuando dice: “¿Quieres ser grande? Comienza desde lo más bajo. Si piensas construir el edificio alto de la santidad prepara antes el fundamento de la humildad. Cuánto más grande es la mole del edificio que uno desea y proyecta levantar, cuánto más alto será el edificio, tanto más profundos se excavarán los cimientos. Mientras el edificio se construye, se levanta hacia el cielo, pero quien cava los cimientos baja a lo más profundo. Por lo tanto también una construcción antes de levantarse se abaja y la coronación sucede sino es después del abajamiento”.


Traducción: P. Carlos Andrés Cabrera, mdr, Guatemala 2014

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