PRIMERA SÍNTESIS (20 PUNTOS)
TRABAJO ESCRITO SOBRE EL LIBRO "LA HUMILDAD" DE P. ARTURO D'ONOFRIO
Leer el libro y elaborar un trabajo escrito a mano que contenga:
-Carátula o portada
-Introducción
-Resumen y comentario personal de cada capítulo o parte
-Conclusiones
ÍNDICE
Presentación……………………………………………………………….……………. pág. 5
1. La humildad,
fundamento
de todas las
demás virtudes………………………………………………….……… pág.
7
2. Definición de
humildad………………………………………………………………. pág. 9
3. Necesidad de esta virtud……………………………………………………………..
pág. 12
La Humildad
(P. Arturo D’Onofrio, LER Editrice,
Marigliano, Nápoles, octubre 2013)
(Traducción: P. Carlos Cabrera,
Guatemala, octubre 2014)
PRESENTACIÓN
La
verdadera grandeza, que nos ha testimoniado Jesús por medio de su Encarnación,
ha sido la de su abajamiento a nuestra condición humana, su acercarse a
nosotros hasta ser “en todo semejante a
nosotros menos en el pecado” (Heb 4, 15).
Es su verdadera HUMILDAD la que le ha permitido ir hacia los demás como
dice el Apóstol Pablo en la carta a los Filipenses; él escribe que Jesús no se
ha conformado con hacer suya nuestra naturaleza humana, sino que como un acto
extremo, “se humilló a sí mismo
haciéndose obediente hasta la muerte y una muerte de cruz” (Flp 2, 8).
La
verdadera omnipotencia de Dios hecho hombre, de Jesús, ¡no la debemos buscar en
la capacidad de hacer grandes milagros! Él que ha hecho de la nada todas las cosas,
usa los milagros para caracterizar, para iluminar la mente de quienes están
predispuestos a la fe. Multiplicar panes y peces para saciar el hambre de miles
de personas, se convierte en la base para hablar del Pan vivo bajado del cielo.
Del mismo modo Él da la vista al ciego de nacimiento para mostrar que Él es la
luz verdadera, que ha venido a vencer las tinieblas, capaz de hacer hijos de
Dios a cuantos la acogen. Y de igual manera el milagro de la Resurrección de
Lázaro, se convierte en la oportunidad para la catequesis de la vid verdadera;
Él no solamente da la vida sino que es la Vida misma. Sin duda su grandeza debe
buscarse más allá de la capacidad de hacer milagros, Él ha demostrado su Amor
dando la vida, humillándose, abajándose. La grandeza de Jesús en definitiva
aparece en su plenitud precisamente en la HUMILDAD. El Dios hecho hombre
soporta que le escupan en la cara, que se burlen de él; Él como una oveja muda,
se deja conducir al matadero. Muere en la cruz como un malhechor y entre los
malhechores. Y esta se convierte en su principal catequesis: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de
corazón” (Mt 11, 29), “Ustedes me
dicen Señor lo y Maestro, y lo dicen bien pues lo soy, ahora bien, yo les he
lavado los pies para que también ustedes hagan lo mismo” (Jn 13, 13.15).
En
estas circunstancias, considero que la primera característica o virtud que se
debe encontrar en la vida de una persona que debe ser elevada a los honores de
los altares ¡es precisamente la humildad!
Ahora
bien esta virtud era muy evidente en la vida de P. Arturo; él ha sido sin duda
una persona humilde, simple, capaz de ser cercano, de hacerse pequeño con los
pequeños. Pero la verdadera humildad no nace espontáneamente en el corazón del
hombre, sabemos muy bien cómo la naturaleza nos obliga a sobreponernos a los
demás, a auto-ensalzarnos; más bien la soberbia y el orgullo brotan espontaneas
en el corazón del hombre.
Por
esto P. Arturo ha debido luchar consigo mismo, como todos los santos, para
poder ser como era, para modelar la propia naturaleza al Modelo de Jesús. Sus
diarios de hecho son el signo de este gran trabajo sobre sí mismo: una continua
lucha contra la soberbia y el orgullo para imitar a su Maestro en la humildad.
Papa Benedicto XVI citando a Chesterton en una homilía suya (1 noviembre 2007)
escribía que “El santo se reconoce porque
se sabe pecador”.
Ahora
bien, hoy podemos decir que de aquellos diarios de P. Arturo resulta clara la
imagen de un hombre que está en un continuo examen personal de conciencia para
convertirse de los propios pecados. Tema de su examen particular, al cual tanto
nos invitaba, era precisamente trabajar en esta virtud, así hasta ser Santo y
demostrar entonces su amor al Amigo Jesús.
P.
Arturo sabía bien que Dios le había dado dones extraordinarios y los superiores
lo han entendido enseguida dándole entonces tantas responsabilidades desde los
primeros años del seminario, pero esto él lo sentía como un peligro y de eso
era bien consciente. Peligro de atribuirse a sí mismo el don de Dios, peligro
de creerse mejor o capaz. Leyendo los diarios, en alguna ocasión de reprensión
o de observaciones recibidas por el superior o por el Obispo, encuentro que va
a su diario y escribe: “¡Menos mal que he
sido reprendido! ¡Esto me hace bien! ¡Tengo la necesidad de aprender a ser más
humilde!”
Cuando
a lo largo de su vida tantos señalaban las grandes obras que había realizado
como “fruto” de su trabajo, de su esfuerzo, él se hacía pequeño, se sonrojaba y
enseguida indicando al cielo decía: “¡No,
no! No es obra nuestra, ¡es del Señor! Ha sido la Mamita del cielo la que hizo
todo esto”.
He
aquí por qué he pensado ofrecer a los amigos y a cuantos lo quieran conocer
más, estas bellas páginas. Se trata de un cuadernillo, probablemente de la
época de Tortona cuando le era posible escribir, las predicaciones o
conferencias que debía dictar, este escrito suyo tomado del cuaderno 53
(Manuscritos p. 53).
Es
una ocasión para sentirlo cerca, para que nos ayude también en nuestro caminar
luchando contra la soberbia y luego buscando aprender a ser más humildes, como
lo ha sido el suyo y nuestro Maestro, Amigo y Hermano Jesús.
También
este librito entra en aquel grupo de escritos que ofrecemos en camino del Año
Arturiano que nos llevará a celebrar el centenario del nacimiento de Padre
Arturo.
P. Vito Terrin
1. LA HUMILDAD, FUNDAMENTO
DE TODAS LAS DEMÁS VIRTUDES
Como
todas las flores en su variedad y en su esplendor tienen cada una su belleza
particular, así también en la escala de las virtudes, que son el ornamento y el
esplendor del cristiano, cada una tiene una particular belleza, pero en la base
de todas las demás hay una que las contiene en su raíz a todas y es justamente
llamada el fundamento de las otras virtudes. Es como la humilde flor del
pensamiento, que, siendo la primera en florecer, preanuncia la primavera. Y así
como la primavera es la estación de las flores, podemos concluir que ella
contiene en su raíz a todas las otras flores que abren sus pétalos a los
cálidos rayos del sol primaveral. Esta virtud es la humildad. Era desconocida entre los antiguos paganos. Incluso entre
el pueblo elegido se le ignoraba. Sabemos de hecho con cuanta soberbia y
vanidad, con cuánto orgullo actuaban los doctores de la Ley y los fariseos.
Ellos estaban hinchados de sí mismos: se estimaban superiores a los demás.
Entre
los filósofos griegos y romanos era estimada como un defecto, disminución de la
propia personalidad. He aquí porqué buscamos en vano en los escritos de los
grandes genios de la antigüedad algunas líneas sobre esta virtud. Sólo algunas
voces aquí y allá. Por ejemplo, escondida ante la presuntuosidad y la soberbia
de tantos que, por ser ricos, se creían dueños del mundo y pensaban hacer pesar
su autoridad ante los falsos sabios y genios, tenemos la imagen justa y digna y
al mismo tiempo profunda y verdadera de Sócrates: “Sólo sé, que nada sé”.
Nuestro
Señor Jesucristo fue el primero en tener sobre la tierra esta virtud. Él que se
había hecho infinitamente humilde y pobre, dice a sus discípulos: “Aprendan de mí que soy manso y humilde de
corazón” (Mt 11, 29). Este gran Transformador y Reformador de la sociedad a
los soberbios que andaban hinchados de sus riquezas, de la altivez, del amor a
la vanidad y al refinamiento, a aquellos que en una palabra se idolatraban a sí
mismos, opone una nueva doctrina que se resumía en las divinas palabras que son
para la humanidad un códice en el cual inspirarse constantemente: “Bienaventurados los pobres de espíritu” (Mt
5,3).
A
los fariseos, escribas y doctores de la ley que se habían atrincherado en un
degradante formalismo, mirando a los demás con orgullo y desprecio,
considerándose los únicos sabios, puros, dignos de respeto, el Señor les da
continuamente lecciones de humildad. Ellos son ciegos que guían a otros ciegos,
en su soberbia se consideraban inmunes de toda culpa, tildando a todos los
demás de pecadores y gente inmunda, y el Señor los estigmatiza con la parábola
del publicano y el fariseo. Desmontaba su soberbia afirmando que, mientras el
publicano, que por humildad no se atrevía a avanzar, sino que escondido en el
fondo del templo se golpea el pecho y pide misericordia por sus pecados,
resulta justificado; al contrario el fariseo que en su ilimitada soberbia se
había ubicado en los primeros puestos, que se declaraba una persona justa, que
no era como los demás y ni como aquél publicano pecador y usurero, que, él sí,
pagaba los diezmos, salió aún más cargado de pecados (Cfr. Lc 18, 9-14).
A
los mismos fariseos que luchaban por las inútiles cuestiones de privilegios y
que en la mesa cuando los invitaban buscaban siempre los primeros puestos, Él
encontrándose en la casa de un rico fariseo, después de la curación, obrada un
sábado, de un pobre hidrópico, con paciencia y dulzura inculca la obligación de
no buscar nunca los primeros puestos, sino los últimos: “Si te invitan a un banquete de bodas, no te coloques en el primer
lugar, porque puede suceder que haya sido invitada otra persona más importante
que tú, y cuando llegue el que los invitó a los dos, tenga que decirte: ‘Déjale
el sitio’, y así, lleno de vergüenza, tengas que ponerte en el último lugar. Al
contrario, cuando te inviten, ve a colocarte en el último sitio, de manera que
cuando llegue el que te invitó, te diga: ‘Amigo, acércate más’, y así quedarás
bien delante de todos los invitados. Porque todo el que se ensalza será
humillado, y el que se humilla será ensalzado” (Lc 14, 8-11). No contento con habernos dado estas
sabias y preciosas advertencias, Jesús un día tomó a un niño y poniéndolo en
medio de los Apóstoles les dice: “En
verdad les digo: si no se convierten y no llegan a ser como niños, nunca
entrarán en el Reino de los Cielos” (Mt 18, 3). Todos estos insistentes
reclamos hacia la humildad demuestran elocuentemente la fundamental importancia
que tiene esta virtud en la vida del cristiano. En una época en la cual los
hombres buscaban por todos los medios llegar al dominio, en la cual existían
grandes distancias sociales, y todos se miraban con recelo los unos a los
otros, tiempos en los cuales los esclavos eran considerados por los patrones y
los ricos como objetos, casi sin alma y sin ningún derecho, Jesús pone sobre la
tierra, anuncia en Palestina y proclama en todo el mundo la evangélica palabra
de caridad fraterna, de amor mutuo de humildad. Es esta la señal escogida por
el gran nivel social que ha roto las barreras, que por el orgullo y la soberbia
eran temidas como insuperables, con la virtud de la humildad. Jesús lanzó el
fundamento, la base de la nueva civilización cristiana, en la cual todos los
hombres puestos en un plano común ante Dios se deben amar como hermanos.
Veamos
entonces:
1)
¿Qué es la humildad?
2)
Necesidad de esta virtud.
3)
Medios para adquirirla.
2. DEFINICIÓN DE HUMILDAD
¿Qué
es la humildad? ¿En qué consiste?
He
aquí, hermanos, la pregunta que nosotros casi automáticamente nos hacemos. Por
el “Águila de las escuelas”, por el doctor Angélico, fue definida así la
humildad: “Es una virtud que templa y
refrena el ánimo de modo que no tienda a cosas altas o no desee llegar a lo que
no puede”. Para comprender bien esta profunda definición de Santo Tomás se
debe tener presente una verdad de patrimonio común. El hombre casi insensiblemente
es llevado a creerse grande, más de lo que en realidad es, a estimarse más allá
de la justa medida, a atribuirse a sí mismo algún raro suceso que se pueda
registrar en la vida, a desear en conformidad este extraño modo de pensar, de
ser conocidos por los otros, amados, estimados, respetados. Ahora todo esto va
contra la verdad, crea una falsa posición, se requiere entonces, de un freno
que modere estas aspiraciones del apetito concupiscente y restablezca el orden
y el equilibrio entre la realidad de la vida y lo que nuestra soberbia, amor
propio y ambición nos quisiera hacer ser, o mejor, aparecer. Este freno está
constituido por la virtud de la humildad. Bajo este punto de vista se entiende
también por qué Santa Teresa de Ávila pudo decir que "la humildad es la verdad". De hecho ésta siendo la
aliada más fiel de la verdad trata de regresar nuestra vida al ámbito de la
verdad de la que el orgullo y la soberbia la habían hecho alejar. Es verdad
reconocerse digno de desprecio, de ninguna consideración, de no tener nada y no
poder nada solo con nuestras fuerzas. Entonces si se nos estima dignos de
desprecio, no se extraña cuando se es despreciado por los demás, sino que por
el contrario encuentra altamente justo que el despreciable sea despreciado. La
humildad es el candor de un alma recta, la cual no quiere nada más que la
verdad, y la quiere y la ama también cuando la verdad la humilla y la confunde.
Ella procede del íntimo y profundísimo conocimiento de sí mismo. Sólo los
superficiales, aquellos que jamás se han dedicado al conocimiento de sí mismos,
pueden engañarse a sí mismos y a los otros con creer hacerse creer superiores a
lo que realmente son. Es muy bien conocida la regla de sabiduría de los
antiguos griegos y romanos los cuales siempre repetían: "conócete a ti mismo". Si de hecho nos conociéramos más
íntimamente, no nos encontraríamos fuera de lugar; es difícil o contra natura
esta virtud, pero aun así la estimaremos como lo más natural del mundo. De
hecho encontraremos llenas de verdad las palabras de San Pablo: " ¿Quién entonces te da este
privilegio? ¿Qué posees que no hayas recibido?
Y si lo has recibido, ¿por qué te jactas
como si no lo hubieras recibido?" (1Cor 4,7).
Tarea
propia de la humildad es ponernos en nuestro sitio, reducirnos a considerar
nuestro ser y a establecer las relaciones de estrecha y necesaria dependencia
de Dios en todo lo que el hombre tiene, puede y quiere.
Así
entendida la humildad, es decir, la humildad como verdad, no es un menosprecio
del propio ser, no es un engaño de sí mismo, un renegar de todo lo bueno que
cada uno tiene, sino que es un reconocer en nosotros, que todo lo que tenemos
es un don gratuito de Dios, de los cuales Él nos ha hecho administradores y a
Él debemos rendirle estrechas cuentas. Sería una ingratitud no reconocer los
dones de Dios en nosotros, he aquí por qué el hombre humilde es también
agradecido porque sabe reconocer y devolver en la medida de lo posible todo lo
que ha recibido. He aquí por qué San Agustín decía: “Todo lo que tengo o poseo, todo me viene, oh Señor, de tu
misericordia”.
3. NECESIDAD DE ESTA VIRTUD
Nosotros mismos no somos nada.
Si
recordamos nuestro origen enseguida debemos humillarnos reconociendo que este
origen se pierde en la nada, de hecho hemos sido traídos a la existencia de la
nada. ¿Qué es pues más íntima y propiamente nuestro, del ser, de la existencia?
Ahora bien, mientras Dios, Esencia infinita, a Moisés, quien le pedía su
Nombre, le ha podido responder: “Yo Soy
El que Soy” (Ex 3, 14) o Yahvéh. “El
que es”, es decir el que fue, el que es y el que siempre será, el mismo
ser. Nosotros en cambio a quien nos pregunte quiénes somos, debemos responder con
toda verdad: “Yo soy lo que no soy, es
decir, una nada”. De hecho ¿por mí mismo qué soy? ¡Nada! Era nada y
permanezco nada. ¿El ser? Lo tengo de Dios. Solo porque en su bondad infinita,
desde la eternidad se dignó posar sus ojos misericordiosos sobre mí, en cuanto
que ha sido definida la hora por Él señalada, me ha puesto en el mundo. ¿Pero
por virtud de quién? ¿Quizá con mi consentimiento? Sin ninguna obra mía, sino
por obra directa de Dios. Mis padres, es verdad, obedeciendo a la voluntad de
Dios, disponían la cosa y la materia para la fabricación de esta nueva
creaturita pero fue Él quien nos dio un soplo omnipotente creador, para sacarme
de la nada en la cual yacía. Él creó e infundió directamente en el cuerpo mi
alma, sin la cual no habría jamás podido llegar a la existencia. Solo ahora
comprendo cómo las expresiones que a menudo encontramos en los labios de los
Santos que tantas veces estamos tentados en llamar pías exageraciones, no son
más que una perfecta y evidente verdad. Ellos se estimaban como menos que un gusano
de la tierra, menos que un átomo: una nada. Y de hecho ¿no seremos nada? El
átomo, el gusanito que estira sobre la tierra al menos tienen el ser, pero
nosotros, sin Dios, no tendremos nada. ¡Al menos ahora que he sido traído de la
nada con la creación soy algo! ¡Pobre ilusión! También hoy, después de la
creación, no somos nada.
De
hecho por sí sola no basta la creación, porque después de que hemos venido a la
existencia, si Dios en su omnipotencia no nos asistiese y mantuviese con vida,
si no continuase su influjo sobre nosotros, tenderemos a la nada, no podremos
continuar viviendo ni siquiera por un instante, bajo este vivo aspecto es
profundamente verdad cuanto la filosofía nos enseña que “el permanecer en la existencia es una continua creación”. Como suenan
amonestadoras las palabras de San Pablo: “Si
de hecho uno piensa ser algo, mientras no es nada, se engaña a sí mismo” (Gal
6, 3). Es entonces una mentira considerarse y hacerse creer cualquier cosa, o
complacerse de cualquier cosa. No somos nada, porque nuestra existencia,
nuestro ser, nuestra vida está ligada a un tenue hilo, basta una pequeña ráfaga
de viento, una sola lágrima, un pequeño corte, unas tijeras y el hilo se rompe,
la espada de Dámocles vuela sobre nuestra cabeza, nuestra vida se apaga a la
vez que termina la escena de este mundo. Mientras entonces nosotros no somos
más que una mudable participación del ser, dado a nosotros por Dios sin nuestra
opinión ni consenso, Dios, fuente de vida y del ser por esencia nos dice: “Yo soy solo el Ser, todo el Ser, porque
sólo yo lo poseo con plenitud”.
Es
soberbia estimarnos algo, cuando en verdad, en realidad no somos nada, porque
todo lo que tenemos lo recibimos únicamente de Dios. No somos los dueños ni
siquiera de un segundo, tampoco los más poderosos y sabios con sus riquezas,
con su ciencia, con sus medios por más poderosos que sean no pueden prolongar
ni un segundo su existencia, ni llamar a la existencia entre las infinitas
posibilidades a una criatura. Este poder Dios lo ha reservado solo para sí.
Es
sabio por el contrario reconocerse una nada, disminuirse ante Dios, porque este
reconocimiento de nuestra nada nos acerca al amor y la benevolencia de Dios, y
al mismo tiempo es una sabia glorificación de Dios: "Jesucristo dijo un día a una fiel sierva suya: 'Hija mía, yo soy
El que es, y tú eres lo que no es'".
Cómo
es útil despojarnos de nosotros mismos, de aquella vacía y artificial
construcción que hemos hecho en torno a nuestro yo, luego llegamos en nuestra
ignorancia y soberbia a creernos algo, y a pedirle a Dios para que llene Él de
sí este vacío, esta nada, como dice San Agustín: "Humillarse para vaciarse, para ser llenado por el Señor". Convencidos
de nuestra nada Repitamos llenos de fe a Dios junto a Job: " ¿No eres acaso Tú solo oh Dios a existir? Y fuera de Ti todo es
nada". ¡No tenemos algún bien del cual
podamos gloriarnos!".
Estamos
convencidos de que no somos nada, sin embargo poseemos grandes cosas. Sin
hablar de la gracia que es una reproducción del todo mediante nuestras fuerzas
de la naturaleza divina en nosotros, naturalmente considerado, el hombre, posee
inestimables tesoros.
El cuerpo con todas las facultades sensitivas, por las que siente,
habla, escucha, camina, trabaja, con la gama de sus cinco sentidos. El alma con sus facultades
intelectuales: el hombre no solo tiene en común con los seres vivientes la
existencia, ni sólo con las plantas el vivir o con los animales el sentir, sino
que tiene otras nobilísimas facultades que hacen al hombre el "amo de la
creación" un "microcosmos", el hombre tiene en común con los
ángeles la inteligencia por la cual conoce, aprende, percibe intelectualmente
la naturaleza de las cosas y a la vez quiere libremente. No ha sido determinado
desde el inicio, sino que todo lo que
hace lo cumple libremente: intelecto y voluntad parientes de la libertad, éstas
son pues las facultades, las dotes que hacen del hombre una imagen de Dios "Hagamos al hombre a nuestra imagen,
según nuestra semejanza" (Gn 1,
26). No solo el hombre ha tenido también el dominio sobre la naturaleza creada
por la cual posee riquezas alcanzadas con el sudor de su frente y con el
trabajo de sus manos, fruto de su fuerza, energía e inteligencia.
Ahora,
¿todo este tesoro puede decirse que es de nuestra propiedad? ¿Puede el hombre
considerarse su dueño? El soberbio, barriendo e invirtiendo el valor real de las
cosas insensatamente se cree el único amo y señor y se pavonea. Estima suyo
aquel cuerpo que se presume de sana belleza, y de hermosura, y entonces se cree
libre de usarlo como quiere, de revolcarlo en el fango, haciéndolo servir a la
satisfacción de sus caprichos y sus malsanas y bajas pasiones. Cree de su
propiedad aquella alma, creada directamente por Dios e infundida en el cuerpo,
con todas sus admirables dotes de mente y de corazón.
Y
he aquí que hace estragos, obligándola a hacer de cómplice en la malversación
de los sagrados derechos de Dios y de la sociedad, así como de la naturaleza.
Pone la inteligencia al servicio de sus pasiones y se sirve de la voluntad
únicamente para satisfacer sus bajos instintos, esclavizando por esto el alma
al cuerpo.
Ahora,
todo esto no es sino un abuso que se hace de la propiedad de otros.
Similar
a aquel agricultor al que se le ha confiado o prestado un campo rustico con una
viña, la arranca y la reduce a un campo de tenis o de fútbol, es cierto que el
patrón no es él y eso de convertirlo a un uso para el cual no lo ha destinado
el patrón, es un acto de violación al derecho de propiedad; que amerita un razonable
castigo.
De
hecho, el hombre no es dueño ni del alma ni del cuerpo con sus respectivas
facultades, es simplemente un administrador de lo que Dios es el único
propietario. En el acto de crearla y de confiarla al hombre, Dios no ha tenido
la intención de cederle sus derechos de propiedad, sino únicamente confiarle su
uso, reservándose después el retribuirle o castigarle según el buen o mal
empleo que le hubiera dado. Entonces el hombre nada tiene o posee que sea de su
legítima propiedad. He aquí por qué justamente el gran Apóstol de los gentiles
San Pablo podía así inferir a los Corintios: "¿Quién te da entonces este privilegio? ¿Qué posees que no lo
hayas recibido? Y si lo has recibido, ¿por qué te vanaglorias como si no lo
hubieras recibido?" (1Cor 4,
7). Por otra parte, Dios ha dicho por boca de Isaías: "No cederé a otros mi gloria" (Is 48, 11). No cederé mi gloria a nadie.
Entonces todo cuanto ha creado debe servir únicamente a su gloria.
Dios ha creado cada cosa para su propia
gloria. Es su exclusiva propiedad y
no quiere cederla a otros. Por ende hacer mal uso de todos estos bienes repartidos
a la gloria de la criatura, es ir directamente contra su designio, un abusar de
sus dones, un retorcerse contra él, es un pagar con la horrible ingratitud y
extrema insolencia sus beneficios.
Pensemos
que aquel ultraje lo infringimos a Dios cada vez que nos gloriamos de sus
bienes, y atribuimos la gloria que únicamente debe redundar en Dios. Uno se
gloría de su belleza, el otro de su fuerza, otro de su inteligencia, otro de su
bondad de corazón, otro de sus dotes y cualidades físicas.
Todo
esto es robarle a Dios la gloria que rigurosamente le pertenece. Nos gloriamos
de lo que no es nuestro, como el muchacho que se gloria de una casa que no es
suya, o aquella jovencita del vestido o del reloj que le han prestado. Ceguera
de las cegueras.
No
poseemos nada por nosotros mismos. Jesús un día pronunció una frase que debería
ser el tema cotidiano de nuestras meditaciones: "Yo soy la vid verdadera y mi Padre es el viñador. Toda rama que
en mí no da fruto, la corta, y toda rama que da fruto, la poda para que dé más.
Ustedes ya están puros a causa de la palabra que les he anunciado. Permanezcan
en mí y yo en ustedes. Como la rama no puede dar frutos por sí misma si no está
unida a la vid, así tampoco ustedes si no permanecen en mí. Yo soy la vid,
ustedes son los sarmientos. Quien permanece unido a mí y yo en él, da mucho
fruto, porque sin mí nada pueden hacer"
(Jn 15, 1-5). A aquel pasaje, comenta San Agustín: "Ya sea poco, ya sea mucho, no se puede
hacer sin él, porque sin él no se puede
hacer nada" (Homilía 81).
Estas
palabras son profundamente verdaderas no sólo en el orden sobrenatural sino
también en lo natural.
En
el orden natural el hombre aunque esté en posesión del cuerpo y del alma y las
facultades relativas, no puede mover un dedo sin la ayuda de Dios. El hombre
tiene con el alma y el cuerpo el principio remoto de todas sus acciones
mientras que con las facultades intelectuales y volitivas, y comprendidas las
sensitivas tiene el principio próximo, en todo tiene "la capacidad de actuar", y en potencia de cumplir
determinadas acciones, pero no es capaz, no puede sólo con sus propias fuerzas
hacer aunque sea una mínima acción, no puede pasar de la potencia al acto
tomándonos por esto una moción de una fuerza que sea ya un acto, y esta debe
venirnos de Dios. Es por esto que la filosofía admite en las acciones humanas,
aunque sea la más insignificante, el consenso divino, simultáneo, concomitante,
físico.
Si
Dios entonces no nos mueve así, no nos sostiene, no concurre con nosotros
volviéndose continuamente el principio de nuestras acciones, nuestra impotencia
es completa como la de un cuerpo muerto. Como dice el adagio latino: "Dios es todo lo que podemos", mientras
son por otra parte muy significativas las palabras de San Pablo: "En Él vivimos, nos movemos y
existimos" (Hch 17, 28). Sin
Dios, sin su activa ayuda no podemos mover una mano, ni pronunciar una palabra,
ni dar un paso, ni movernos, ni pensar, ni cumplir las funciones vitales aunque
sean las más banales. En cada acción, aún la más mínima, tenemos absoluta
necesidad de Dios, el cual concurre con nosotros en estas acciones. Por eso se
deduce cuán gran responsabilidad y culpabilidad tiene el hombre que induce a
Dios a cooperar material y físicamente en alguna acción mala a la cual por su
naturaleza malvada está inclinado. ¡Se sirve de la ayuda del mismo Dios para
hacerle una herida a su corazón! Terrible efecto de la más negra ingratitud
humana. ¡Esto en el orden natural! Mucho más será en el orden sobrenatural que
supera infinitamente las exigencias de la naturaleza humana. En esta gratuita
construcción de Dios en el alma, el hombre sin su ayuda no puede nada, absolutamente
nada. La misma justificación y adopción a hijo de Dios es una gracia “gratis data” ("dada gratis"), a
la que se agregan otras gracias infinitas actuales. Sin ellas el hombre no
pudiera ni siquiera pronunciar el nombre de Jesús o del Padre Celestial
meritoriamente, como bien lo afirma San Pablo: "Nadie puede decir: ¡‘Jesús es Señor’!, si no es bajo la acción
del Espíritu Santo” (1Cor 12, 3). De hecho, la gracia habitual o
santificante es un don gratuito, pero no es un principio innato de operaciones
sobrenaturales, principio próximo son las virtudes infundidas con los relativos
dones del Espíritu Santo. Pero estas facultades sobrenaturales no podrán jamás
pasar a cumplir una acción sobrenaturalmente meritoria sin una nueva moción
sobrenatural que es llamada gracia actual, de modo que el hombre por sí solo no
puede ni siquiera decir la más breve palabra, ni cumplir el más mínimo deseo o
el más mínimo querer que tenga importancia para el cielo, ni hacer el más
pequeño de todos los movimientos como lo afirma justamente San Pablo: “no porque podamos atribuirnos algo que
venga de nosotros mismos, ya que toda nuestra capacidad viene de Dios” (2Cor
3,5).
No
podemos ni siquiera atribuir la cooperación a la gracia, porque esta misma
cooperación es de por sí una gracia, ni podemos creer nuestro el conocimiento
de esta verdad de que no podemos nada, porque tal conocimiento es una de las
más grandes gracias que Dios nos pueda dar. Finalmente, agrega Santo Tomás,
somos así incapaces de todo bien que Dios tuvo que comprar con el precio de su
sangre, también el mínimo pensamiento de hacer lo correcto, el calor de la
mínima oración, el mínimo movimiento del corazón hacia adquisición de la eterna salud. ¿Y después
podemos aun sentirnos orgullosos? ¿No nos humillamos reconociendo que todo lo
que en el orden natural y sobrenatural podemos hacer o realmente hacemos es
obra de Dios?
“Porque todo viene de él, ha sido por
él, y es para él” (Rom 11, 36).
Luego
de las prudentes consideraciones resulta espontáneo y natural concluir que
nosotros por nosotros mismos no tenemos ningún valor, no valemos nada. De hecho
si no somos nada, si no poseemos nada, si no tenemos nada propiamente nuestro
es necesario concluir que no valemos nada. Todo lo que de bueno, bello, y
valioso hay en nosotros, no es nuestro, es obra de Dios. Nuestro único
patrimonio es el pecado, las faltas, las deficiencias de orden moral, esto es
nuestro, y esto nos pone en nuestra relación con Dios por debajo de los ángeles
o de los seres inanimados, porque mientras éstos, dotados de instinto o por su
sola naturaleza dan gloria a Dios respondiendo a los fines por los cuales
fueron creados, solo el hombre alejándose a sí mismo y a sus facultades de los
legítimos fines de Dios a ellos asignados no hace más que degradarse y ponerse
por debajo de estos seres inanimados. ¡Así es el hombre! Un cúmulo de miserias
y de pecados que han atraído sobre sí la ira de la justicia vengadora de Dios.
Solo basta un pecado mortal para merecernos el infierno, ¿y si después
multiplicamos estos pecados mortales? ¡Es verdad que nos confesamos! ¿Pero
habremos hecho una buena confesión? ¿Estamos realmente arrepentidos de nuestro
pecado? ¿Sabemos si verdaderamente Dios nos ha perdonado? Era por esto que Dios
decía en el Qohelet : “los justos y los
sabios y sus fatigas están en las manos de Dios” (Ecl 9,1).
Y
después, pensemos un poco si uno beneficiado tiene vergüenza de presentarse
ante el propio benefactor, ante él después de tantos beneficios recibidos,
maltratado, ultrajado, calumniado, tratado mal, sin ninguna consideración, qué
debía decir el hombre respecto a Dios. El único verdadero gran benefactor del
hombre es Dios, de quien el hombre todo recibe. Ahora con el pecado, ¿Qué es lo
que ha hecho el hombre? Ha renovado la pasión y la muerte de Jesús: “crucifican al Hijo de Dios” (Heb 6, 6),
como dice San Pablo: “adorando las
creaturas antes que al creador” (Rom 1,16-17.21-25). Es un revelarse ante
Dios o un convertirse, un volverse hacia las creaturas, es un alejarse del fin
para el cual hemos venido a la existencia. Ahora, todo esto amerita una pena
infinita, el infierno. Ingratos nosotros liberados y redimidos con la sangre de
un Dios no lo tenemos para nada en cuenta
y con nuevas culpas lo hemos hecho casi inútil. Aún si estuviéramos
seguros de haber sido perdonados, entonces no seremos más que unos escapados
del infierno, de los tizones del infierno, desgarrados del fuego, unos
indultados de las galeras eternas, dignos de estar para siempre bajo los pies
de los demonios, el objeto de sus insultos y de sus más atroces desprecios. Y aunque no cayéramos en culpas grandes
¿podríamos acaso ensoberbecernos?
¡Oh!
¡Cómo somos de débiles y miserables! Basta un ligero tirón, una ligera brisa
para hacernos caer e ir a la ruina. San Pablo nos advierte justamente que
llevamos un tesoro de inestimable valor en vasijas muy débiles y frágiles (Cfr,
2Cro 4, 7), donde todavía se repite, inculcándonos la obligación de permanecer
humildes y vigilantes: “quien se cree
estar de pie, cuídese de no caer” (1Cor 10. 12).
Miserables
como somos no hay un momento en la vida en el cual no podamos pecar y perder lo
que con tanto “sudor” hemos conquistado. Basta un pensamiento de soberbia como
fue suficiente para los ángeles rebeldes para ser eternamente condenado, una
murmuración, una impureza, una mirada, un mal pensamiento, como nos advierte
Jesucristo, para que caigamos en el pecado: basta un momento de libertad, de
falta de control, un momento en el cual el corazón es débil, abandonado apenas
a sí mismo. Nosotros llevamos dentro de nosotros un enemigo temible y terrible:
la carne y los deseos carnales, la voluptousidad latente y no extinguida.
¿Cuántos más fuertes, más santos que nosotros, lamentablemente han caído?
También si hubiéramos, como los Apóstoles, abandonado todo, siguiendo al
Maestro, evangelizando a los pueblos, haciendo milagros, seremos como el infame
Judas, que ha hecho todo esto.
¿Podríamos
quizás alegrarnos y gloriarnos de las gracias recibidas? Los ángeles recibieron
más que nosotros y sin embargo cayeron. Para caer en el abismo infernal no es
necesario haber cometido una larga serie de culpas, basta solo no haber hecho
el bien que se debía hacer, no haber puesto a producir el propio talento, el
haber sido un siervo inútil: “y al siervo
inútil échenlo fuera a las tinieblas a las tinieblas; allí será el llanto y el
rechinar de dientes” (Mt 25, 30).
Después
de todo esto ¿continuaremos estimándonos más de lo que realmente somos?
¿Continuaremos ensoberbeciéndonos? ¿No nos humillaremos profundamente
reconociendo que todo lo que tenemos y poseemos nos viene de Dios y que
nuestras no son más que las miserias y el pecado?
Cómo
es necesario por tanto humillarnos y hundirnos profundamente en nuestra nada.
Dios
odia a los soberbios, en cambio, ama a los humildes.
Dios
resiste a los soberbios, mientras concede la gracia y la fortaleza a los
humildes. Ya lo decía San Pablo: “porque
nadie puede alardearse ante Dios” (1Cor 1, 29). Ningún viviente debe
gloriarse en presencia de Dios, y esto en referencia a la invitación y a la
advertencia de Isaías: “Ay de aquellos
que se creen sabios y se precian de ser inteligentes” (Is 5, 21).
Ante
Dios es más grande el pecador que reconociendo su pecado se humilla en lugar
del que se estima justo.
Dios
que “escruta en su sabiduría” las intenciones del corazón, conoce perfectamente
la miseria y la nada del hombre. Y si para un príncipe es una gran injusticia
saber que un siervo suyo sacado por él de la calle y beneficiado, va
pretendiendo ser un hombre grande, cuando el príncipe conoce bien su origen,
para Dios en cambio es aún más injurioso saber que el hombre por él dotado y
enriquecido de todo, se pueda estimar no solo cualquier cosa, sino que llega
hasta tal punto de creerse y estimarse más que Dios, ofendiéndolo y rebelándose
contra Él. Pobre hombre lleno de sí y de sus fuerzas que no son suyas en
absoluto, se cree sabio y confía en sí mismo. ¡Oh! Cómo se oye de severa y
justa al mismo tiempo la maldición lanzada por Dios contra tontos similares: “Maldito el hombre que confía en el hombre” (Jr
17, 5). Porque ante Dios quien se desprecia a sí mismo, agrada a Dios y quien
se complace a sí mismo, desprecia a Dios.
Cuando
de hecho el Rey de Asiria se estima por haber sido instrumento de las venganzas
divinas contra Jerusalén, el Señor le mandará decir por medio del profeta: “Esto lo conseguí con la fuerza de mi brazo
y con mi capacidad, pues soy inteligente; he hecho retroceder las fronteras de
los pueblos y me he apoderado de sus tesoros. Yo como soberano hice bajar de su
trono a sus reyes. ¿Acaso el hacha se cree más que el leñador, o la sierra, más
que el aserrador? ¡Como si el bastón mandara a quien lo usa o el palo moviera
al que no es de madera!
Por eso, el Señor de los ejércitos
enviará a sus hombres forzudos la debilidad y prenderá fuego a su lujo como se
enciende la leña” (Is 10, 13.15-16).
Toda
la Escritura es una herejía continua para quien se gloría. El humilde en cambio
atrae hacia sí las bendiciones, las complacencias, el amor y la benevolencia de
Dios. El humilde se roba el corazón de Dios, la oración de aquel que se humilla
sube de la tierra al cielo, penetra las nubes y llega al trono de Dios. De hecho
el hombre humilde es aceptado por Dios y por los hombres.
Si
María Santísima mereció ser Madre de Dios lo fue por su humildad. Se mostró
satisfecho por su virginidad, solo por su grandísima humildad mereció concebir
en su seno purísimo al Hijo de Dios.
Y
después de María todos los santos han llegado a tal grado de perfección y de
santidad únicamente por la humildad, la cual es la constante y el fundamento de
todas las demás virtudes. Como dice San Gregorio: “quien reúne todas las virtudes menos la humildad, es como quien lleva
polvo contra el viento”. El humilde que busca siempre el último puesto como
lo advierte Jesús en el Evangelio. Quien tiene baja estima de sí, de su fuerza,
que no busca honores, estima, que no va detrás de las preocupaciones humanas,
que lo hace todo considerándose el último de todos, estimando a los demás
superiores a sí mismo, obtiene la estima y la benevolencia de los hombres.
Todos lo amarán y lo estimarán y mientras que él se abaje, será exaltado. Cómo
entonces tenía razón San Agustín cuando dice: “¿Quieres ser grande? Comienza desde lo más bajo. Si piensas construir
el edificio alto de la santidad prepara antes el fundamento de la humildad.
Cuánto más grande es la mole del edificio que uno desea y proyecta levantar,
cuánto más alto será el edificio, tanto más profundos se excavarán los
cimientos. Mientras el edificio se construye, se levanta hacia el cielo, pero
quien cava los cimientos baja a lo más profundo. Por lo tanto también una
construcción antes de levantarse se abaja y la coronación sucede sino es
después del abajamiento”.
Traducción:
P. Carlos Andrés Cabrera, mdr, Guatemala 2014
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